jueves, 15 de noviembre de 2007

Domingo de la 33ª semana de Tiempo Ordinario

Es la última visita de Jesús a Jerusalén. Algunos de los que lo acompañan se admiran al contemplar «la belleza del templo». Jesús, por el contrario, siente algo muy diferente. Sus ojos de profeta ven el templo de manera más profunda: en aquel lugar grandioso no se está acogiendo el reino de Dios. Por eso, Jesús lo da por acabado: «Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido».

De pronto, sus palabras han roto la insensibilidad y el autoengaño que se vive en el entorno del templo. Aquel edificio espléndido está alimentando una ilusión falsa de eternidad. Aquella manera de vivir la religión sin acoger la justicia de Dios ni escuchar el clamor de los que sufren es engañosa y perecedera: «todo aquello será destruido».

Las palabras de Jesús no nacen de la ira. Menos aún, del desprecio o el resentimiento. El mismo Lucas nos dice un poco antes que, al acercarse a Jerusalén y ver la ciudad, Jesús «se echó a llorar». Su llanto es profético. Los poderosos no lloran. El profeta de la compasión sí.
Jesús llora ante Jerusalén porque ama la ciudad más que nadie. Llora por una «religión vieja» que no se abre al reino de Dios. Sus lágrimas expresan su solidaridad con el sufrimiento de su pueblo, y, al mismo tiempo, su crítica radical a aquel sistema religioso que obstaculiza la visita de Dios: Jerusalén (¡la ciudad de la paz!) «no conoce lo que conduce a la paz» porque «está oculto a sus ojos».

La actuación de Jesús arroja no poca luz sobre la situación actual. A veces, en tiempos de crisis, como los nuestros, la única manera de abrir caminos a la novedad creadora del reino de Dios es dar por terminado aquello que alimenta una religión caduca, pero no genera la vida que Dios quiere introducir en el mundo.

Dar por terminado algo vivido de manera sacra durante siglos no es fácil. No se hace condenando a quienes lo quieren conservar como eterno y absoluto. Se hace «llorando» pues los cambios exigidos por la conversión al reino de Dios hacen sufrir a muchos. Los profetas denuncian el pecado de la Iglesia llorando.

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